Siempre mi madre me habló de la forma como las mujeres debíamos comportarnos dentro de un mundo creado exclusivamente para los hombres. De tal forma que debía mirarlos a ellos como seres superiores, dignos candidatos a ser canonizados como angeles celestiales, mientras nosotras simplemente debíamos sentirnos orgullosas de convivir junto a ellos. Por ello, mi niñez se limitaba al juego con muñecas y ver a los niños jugar a los soldados o al fútbol en el patio de la escuela. Eso realmente era simplemente inaceptable para mi.
Fue con la llegada de la secundaria, que mi venganza por fin llego. Ya no era una niña fea ni delgada, sino una princesa de cuentos de hadas, la capitana de las porristas y el sueño de todo hombre. Desde que fui tomando conciencia de mi espacio y la atracción que mi figura ocasionaba en los amos y señores del mundo, mis ojos se abrieron a un infinito número de posibilidades para redimir a todas las mujeres de la historia que habían sido avasalladas por este mundo de tesosteronas. No utilizaba mucho maquillaje, porque mi rostro rosado, con pecas en la nariz, ojos azules y cabello rubio lacio que colgaba hasta mi cintura, eran los ingredientes suficientes para que las miradas de grandes y pubertos se posaran sobre mi cuerpo.